La culpa es un espectro, una cadena invisible que, como un hilo de humo, conecta a todos aquellos que han contribuido, de alguna forma, a los actos más atroces.

Primero, la culpa recae en quienes dieron la orden de atacar, en aquellos que, con un sentido de poder distorsionado, decidieron que el derecho a la vida de otros podía ser pisoteado sin remordimientos. Esta responsabilidad no es ligera, pues el acto de ordenar la muerte de otro ser humano no solo refleja un desprecio total hacia la vida, sino una perversión en la percepción de justicia y poder. La culpa, también, es de aquellos que, sin cuestionar, obedecieron la orden. Ellos no solo se convirtieron en cómplices, sino en verdugos. Aunque quizás algún resquicio de duda los haya asaltado en el momento, eligieron el silencio o la sumisión, convirtiéndose en asesinos. Tal vez temían por sus vidas, tal vez buscaban pertenecer a una estructura de poder que los protegería. Cualquiera que haya sido el motivo, la realidad es que participaron directamente en una tragedia, volviéndose, sin lugar a dudas, culpables.

Pero la culpa no se detiene en ellos. Va más allá, hacia aquellos que, a lo largo de la vida de estos individuos, alimentaron un ambiente de violencia y de insensibilidad. ¿Qué de aquellos familiares que normalizaron la agresión en el hogar? ¿Qué de los vecinos que, tal vez por miedo o indiferencia, no actuaron ante las señales de peligro? ¿Qué de los compañeros de escuela que, con burlas o desdén, fueron empujando a estos jóvenes a un rincón de resentimiento y odio?

La cultura también tiene su papel en este desolador panorama. Vivimos en una era donde la narcocultura es exaltada. Los narcocorridos, las series de televisión, las películas… Todos ellos glorifican la vida de aquellos que optan por el crimen como forma de subsistencia y de poder. Sí, la culpa es de Epigmenio Ibarra con su empresa productora de este contenido ¿Algún productor de pornografía puede excluirse de culpa de la cosificación de la mujer? Aquí tampoco hay exclusiones, ni de él, que se dice parte del Humanismo Mexicano, ni de otro productor, ni siquiera de algún cristiano que sea consumidor y contribuya a su popularidad.

El consumismo y la glorificación del tener sobre el ser han generado una sociedad que menosprecia la vida humana. La culpa es de quienes poseen la mentalidad que minimiza la muerte en todas sus formas. Desde aquellos que defienden el aborto con argumentos de libertad sin considerar sus repercusiones éticas, hasta quienes restan importancia a la vida de los ancianos, olvidando que cada vida tiene un valor inherente, desde su inicio hasta su final. Investiguen la cifra de abortos y de asesinatos al año y encontrarán una demoniaca coincidencia. En un entorno donde la muerte y la violencia se trivializan, donde se convierten en moneda de cambio o en espectáculo, es más fácil que un acto violento pierda su verdadero peso moral.

Los gobiernos tampoco están exentos de culpa. En el afán de no parecer autoritarios, han optado por una justicia permisiva, dejando que la violencia crezca sin restricciones reales. El temor a ser percibidos como dictadores ha debilitado la respuesta contra el crimen. Por otro lado, la justicia sí ha sido autoritaria en otras áreas, demostrando que no es la falta de autoridad el problema, sino la ausencia de voluntad y de acción. Así como se puso mano dura legal a la elección de jueces y magistrados, también necesitamos un autoritarismo sensato en ciertos aspectos para frenar la ola de violencia que nos arrolla.

Y finalmente, la culpa recae en cada uno de nosotros, en ti, lector, y en mí. Vivimos en un mundo interconectado, y, según la teoría de los seis grados de separación, solo cinco contactos nos alejan de cualquier persona en el mundo. Esto significa que nuestras acciones, nuestras palabras y nuestras decisiones repercuten en otros, de maneras que a veces ni siquiera imaginamos. Cada vez que normalizamos un acto de violencia, que cerramos los ojos ante la injusticia, o que nos dejamos influenciar por una cultura que celebra el poder y el dinero sobre el respeto a la vida, contribuimos a que estos actos sigan ocurriendo.

El caso de la matanza en Los Cantaritos es un recordatorio de que la culpa no es un concepto individual. Es una red de influencias y de omisiones. Cada eslabón, cada acto, cada indiferencia alimenta la sombra de la violencia que recorre nuestras calles. La verdadera solución no llegará solo con castigar a unos pocos, si acaso dan con los culpables directos, o señalar a un político en turno, sino con una praxis profunda a nivel familiar, donde la mayoría de los problemas nacen. No obstante, en el Contrato Social de una nación democrática, lo más básico es que el gobierno garantice la seguridad a nuestra propiedad jurídica más preciada y elemental, la vida. Otras naciones la brindan, sin temor a morir asesinado en un lugar público. ¿Por qué en México no?